SOBRE EL DESPRECIO Y LA UTOPÍA
A MBB
DEL ABISMO
1991. Casi de la noche a la
mañana, el imperio más poderoso que había existido hasta ese momento en la
historia de la Humanidad se desgajó. La Unión Soviética implosionaba ante el
estupor mundial y el deleite del poder del capital. Igual suerte siguieron otros
países, partidos políticos afines y personas alrededor del mundo.
En la búsqueda de una mínima
explicación a tan desconcertante proceso, dominó el ambiente intelectual la
respuesta del Imperialismo: ‘Fin de la Historia’ se difundió; ‘derrota y
fracaso del socialismo y la utopía’, se pregonó a viva voz en todos los
espacios políticos, y el marxismo pasó a convertirse en una doctrina
prehistórica cuando el ‘fin de los metarrelatos’ impregnó las ciencias sociales
hasta en sus más finas costuras.
El desconcierto fue grande,
asfixiante, demasiado. El ‘desprecio como destino’, a decir de Galeano, era un
hecho concreto, palpable, directo, mientras la militancia de izquierda resistía
o se desgranaba. Con rubor o sin él, muchos se convirtieron al ecologismo (sin
política) o cristianismo, otros al budismo o esoterismo, otros más encontraron
espacios de seguridad en la academia neutral o en las artes posmodernas… Con
dolor –es cierto-, se les miró irse.
Aunque también hubo quienes
intentaron soportar ese golpe con el único escudo de una delicada esperanza.
Era de apellido Mena y egresado
de la Escuela de Sociología de la Universidad Central. Un tipo joven, inteligente
y –según comentaban- ‘fogueado’ en la lucha teórica dentro de un partido de la
época (FADI). Algo intransigente, eso sí, y a quien la debacle soviética golpeó
como el que más. A inicios del año 92, le conocí mientras iba él a la Escuela para
conversar con los profesores. Se le vio una o dos veces por semana, durante poco
más de un mes. Los primeros días, se presentó inseguro y nervioso en su conversación,
con cualquier interlocutor, sobre el momento mundial; luego, compartió esbozos
de una teoría, la suya, que ‘explicaba’ ese colapso soviético que le torturaba
hasta la última neurona de su cada vez más frágil cerebro. Pasaron las semanas,
y mientras su apariencia personal se descuidaba, su conversación se hacía incoherente,
y los profesores y alumnos le rehuían, sus teorías pasaron a ser una mescolanza
entre Marx, la Biblia y un gran complot mundial. Las últimas veces que lo vi,
andaba con ropas sucias, rotos sus gruesos lentes y ya enajenado; llevaba copias
de una hoja escrita a mano que pegaba en los pizarrones de los pasillos, a la
par de pedir una colaboración por ellas. Luego, desapareció. Alguien comentó
que lo habían internado.
Le recuerdo con respeto: cuando
otros repudiaron del marxismo por cualesquiera razones o desesperos, él se
asomó al abismo que se abría… y, de tanto mirarlo, el abismo miró dentro de él.
DE LA CRUELDAD
Era la librería que en los
ochentas del siglo XX traía material desde la Unión Soviética y Cuba; en
especial, de la Editorial MIR. Por un lado, había textos de matemáticas, física
y técnicos: precisos, implacables y sorprendentemente pedagógicos en su
aparente sequedad. Por otro, libros de historia, filosofía, política y arte. Por
supuesto, había una amplísima colección del marxismo-leninismo. Cuando se visitaba
la librería Progreso, al norte de la ciudad, junto a pequeños cuadros de la
Plaza Roja, conmovía mirar u hojear la colección de Obras Completas de Marx y
Engels, y otra de las de Lenin: solemnes, grandes, en pasta dura, impecables en
su impresión en papel bond de calidad. Recuerdo que la primera abarcaba más de
cuarenta volúmenes y, la segunda, unos veintidós.
Con los acontecimientos de inicios
de los años noventa, el sentido de existencia de la librería comenzó a decaer y
morir, y, con precisión de mercado, subieron los costos de los libros no
políticos, no históricos. Un mediodía, en una plaza céntrica de Quito (La Marín),
llamaba la atención una venta de libros. Bajo el sol, una mesa larguísima -mínimo
de quince metros- atraía gente con la exhibición de los últimos libros de aquella
librería. Allí, se ofertaban solo los libros ‘políticos’; pero, era una venta distinta:
los libros se vendían ‘al peso’. Sobre ese inmenso mostrador, se apreciaban amontonados
muchos textos de diversos tamaños, colores, olores, y, en pulcro orden, en hileras
blancas, las últimas colecciones de las Obras Completas... junto a dos balanzas
romanas rojas, de plato dorado, de aquellas usadas en tiendas de barrio.
Años complicados y sin dinero, con
estupor miró el ímpetu de algunas personas por coger libros, sin importar a qué
hicieran referencia. Se los colocaba en el plato de la balanza y se movía el
peso a lo largo del brazo de metal, hasta alcanzar el obsceno equilibrio que
permitía cotizar las onzas o libras. Así, una y otra vez, miraba mientras le
embargaba una mezcla de rabia y dolor ante tal desprecio. Sin embargo, algo de
ese absurdo pareció quebrarse cuando, en uno de los extremos de la mesa, una
señora con apariencia campesina compraba sin inmutarse únicamente las
colecciones de Obras Completas. El vendedor cogía los libros, los pesaba y,
mientras sumaba, los guardaba con cuidado en unas cajas de cartón. “¡Vaya, este
era el verdadero rescate a Marx por el campesinado,…, o algo parecido!”, se dijo
para sí, mientras su corazoncito latía con alguna alegría en medio de tanto
mercader. La emoción le llevó a acercarse a aquella señora y comentarle -amplia
sonrisa en los labios- lo bonito de su gesto. Con extrañeza, le miró cuan alto
era y, con gesto despectivo, respondió que ella compraba los libros porque eran
de un muy buen papel que le serviría para su negocio de la venta de mote…
Y en eso tenía razón: en las
calles, hasta hace más de una década, las porciones de aquella amable vianda se vendían en papel…
Retrocedió y se alejó luego de
ese bofetón. Caminó sin rumbo, lejos y rápido, y cabizbajo, como para que en su
frenesí no se notaran las dos o tres lágrimas que brotaron ante ese cruel
absoluto del Valor de uso…
DE LAS MALAS PALABRAS
Era el tiempo de la muerte de las
utopías. Las armas del poder se enfilaron contra las diversas formas del
pensamiento crítico y la capacidad de pensar desde la izquierda sobre cómo
pensar y entender la realidad social, y cómo cambiarla. En aquellos años noventa,
el poder del capital mundial no necesitaba perseguir el marxismo: le bastaba
con despreciarle, con llenarle de carcajadas e ironías, con botarle ‘al tacho
de la basura de la Historia’ para una implacable podredumbre. Los conceptos del cuerpo teórico marxista se
convirtieron en malas palabras, impronunciables en foros académicos o palestras
públicas, so pena del ridículo o la compasión. Como continente y contenido,
‘revolución y utopía’ se transmutaron en ‘democracia y gobernabilidad’, algo
más manejable y menos incómodo.
Una tarde de aquella época,
inició la clase. Mientras el crepúsculo devoraba el cielo quiteño, el profesor
impartía la cátedra en un aula cada vez más en penumbra. Como eran meses de
estiaje y crisis energética, que obligaron a un ritual de apagones en puntuales
horarios, la universidad se tornaba desolada de a poquito. Los pasillos y salones
se vaciaron, excepto uno: allí, nadie se movió, incomodó o levantó. El maestro
continuaba con el tema en poderosa narración que atrapó a los presentes. En
poco más de una hora, en completa oscuridad salvo por los rayos lunares
atrapados en la ventana, la vida, obra y trascendencia de Agustín Cueva
–sociólogo mayor- fue revivida y redimida. Hacía pocos meses que se había
apagado su luz precisamente un primero de mayo del 92, y el dolor de su
ausencia corroía todavía el alma.
Tengo todo ello muy presente. Magistralmente,
en memoria del amigo, el profesor muestra el vigor del pensamiento de Agustín:
sus intersticios y batallas, su rigor conceptual como pensador marxista, su gigantesco
compromiso en la construcción de la utopía. En la oscurecida aula, denotando
tristeza por el compañero de luchas políticas e intelectuales, solo hay una voz
profunda y firme que comienza a llenarse de vida al son de malas palabras que
desgajan el sentido y la vitalidad del triunfante capitalismo, que perforan y
hacen sangrar a esa bestia salvaje,… y ya no importan los ahogos desesperantes que
producen la caída del Muro, o la existencia que no era del socialismo
soviético, o la muerte de los metarrelatos, o el famoso fin de la Historia: el
vigor de la militancia de Agustín en ese campo minado, pero necesario de
atravesarlo, que es la Teoría, está presente, aquí, y se puede palpar su
necesaria y fascinante contundencia en el relato de quien –quizás- puede ser su
único interlocutor válido… La narración continúa a través de sus duras batallas
ideológicas en el contexto del marxismo y sus adversarios mientras, a la par, se
va percibiendo en medio de la penetrante oscuridad y en silencio profundo cómo
se agitan los pechos de todos nosotros hasta sentir que el aire de este
presente, de este tan adverso hoy histórico, ya no basta, que es insuficiente
para estos espíritus tan llenos de palabras incómodas, alimentados de palabras
tan despreciadas por el poder, que es necesario respirarle oxígeno al futuro…, que
la Utopía trata de eso, del esfuerzo muy humano por “robar el oxígeno del
futuro”, y que el tiempo para hacerlo es siempre el ahora, con impaciencia, mucha impaciencia.
Alejandro Moreano termina la clase cuando la oscura noche ha devorado toda la universidad, con una vitalidad descomunal en el ambiente y con el compromiso mayor de algunos de nosotros para militar en la trinchera de las malas palabras.
(Mmmm, ¿'clase', 'terminar',...?)
Quito, 26-11-2013