DE LA UTILIDAD DEL AMOR
Para DAR
I.
En mesas algo desvencijadas, los
diálogos elevan su tono de voz mientras la música inunda con temas precisos y
acaso preciosos los rincones de la memoria de los visitantes, en algunos antros
de la zona rosa de Quito. Así, en ese espacio geográfico, donde las personas
purgan parte de su miseria humana transmutándola en el consumo de la diversión,
hay lugares escondidos donde puede disfrutarse todavía de un poco de la frescura
noctámbula de los humildes de corazón.
De manera muy respetuosa, con
talante amable, se acercaba a las mesas a ofrecer sus productos. En la penumbra,
en medio de las cervezas, algunos se incomodaban y le rechazaban; otros hacían una
pausa para mirar las pulseras que él, en un tubo de pvc forrado con tela, de
manera ordenada presentaba. No tenían precio fijo: “lo que usted crea
conveniente” decía, sin aparentar preocuparse por las monedas que recibía. Había
de diversas formas: de trenzas simples o múltiples, de nudos bi, tri o multicolores,
con cenefas planas u ondulaciones en relieve,… Compres o no algo, siempre te
obsequiaba una pulsera de dos hebras que en su centro tenía una trenza abultada.
Y mientras te la ponía, repetía casi como si se tratase de un salmo generoso: “piensa
en un deseo inmaterial; cuando éste se cumpla, pasa esta pulsera a alguien más”.
Y así, de mesa en mesa, de local en local, noche tras noche.
Hace unos cuatro años, en algún local
cervecero que no retiene la memoria, mientras me tomaba un tiempo en revisar sus
productos, pude brindarle un vaso de cerveza que acogió con sorpresa y con el posterior
ritual de la pulsera del deseo –que, por cierto, mi deseo en aquella época era
muy material y tenía nombre de mujer, por lo que acumulé como ocho pulseritas
en mi muñeca. En subsiguientes noches de varios meses, el vaso de cerveza
respectivo permitió entablar cordiales pero cortos diálogos. Jorge, artesano, treinta
y cinco años -aunque aparentaba sobrepasar los cuarenta y cinco-, amable, de
manos agrietadas, con un secreto incómodo que se intuía en el fondo de sus
palabras…
Siempre que conversaba lo hacía
de pie -y, de tantos encuentros, acumulé pulseras, compartidas en especiales
momentos-. Su adicción a la base de coca, que la llevaba de una década atrás,
no había conseguido borrar una sonrisa algo tristona que esbozaba al saludar y
al despedirse, y que de alguna manera explicaba que las cenefas, simétricas en
un extremo de las pulseras, pierdan armonía en el otro. Una noche de un martes,
apareció golpeado. Avergonzado, me contó que había trabajado mucho la semana
anterior, que había vendido mucho, pero que, el domingo, en la búsqueda de
aquella droga, había sido embestido por una moto, y arrebatado su mochila y el
dinero. “Ahora, ¿cómo pago la habitación de hotel? -me comentó-. Marcelo, usted
no sabe cómo le llega a dominar la droga –continuó, mientras tomaba su segundo
vaso de cerveza-: no deseas nada más en tu vida. Pierdes el hambre, el sueño y
hasta el deseo sexual. Ves el cuerpo de una mujer pero te apetece solo la droga…
Mi madre quiere que vaya a vivir con ella. Ella me botó de la casa porque ya no
me aguantaba, me lloraba mucho. Ahora, le cuento, me hace mucha falta… Un poco
del dinero era para ella, porque es buena, y me quiere, pero la droga es tenaz…”.
Finalizó el vaso y el diálogo. Solo unas cuantas monedas pude entregarle. Esta vez,
no hubo aquella pulserita del deseo.
Lo vi meses después. Estaba algo
contento: había vuelto a su casa familiar y pasaba su tiempo en recoger y
clasificar periódicos y papeles usados para la venta. Se le veía menos enfermo.
Había ido a un centro de salud. Tras larga e incómoda espera de semanas, le
habían hecho análisis de todo; le habían puesto unas máquinas y sacado placas
de todo lo imaginable y para determinar de manera precisa su afección de salud,
una tomografía estaba pendiente “para el mes que viene”. Me contó que quería
probar suerte hacia el sur, hacia Cuenca.
Desde aquella
noche, hace dos años, no le he vuelto a ver.
II.
Solo una vez, en un amable antro lleno
de luz y música rock y cervezas, se sentó a compartir la mesa y conversar. Leía
algo con atención, cuando sentí una presencia de pie a mi lado. Luego del
saludo, para mi sorpresa, aceptó la invitación a sentarse. Dejó en el tablero
sus pulseras, cogió el primer vaso y sin mucho preámbulo me habló de aquella
muchacha que había conocido en Quito unos cinco años atrás. Al mirarla, al
mirarse, habían sentido ese estremecimiento de verdad íntima que solo los
corazones gemelos alcanzan a descifrar. Tan llena de luz era Leticia que su
mirada azul, “como el cielo en la mañana”, iluminó no solo sus amaneceres: “ella
me enseñó a tejer las pulseras”, contó –y mientras hablaba de su gaucha mujer, por
primera vez le vi sonreír con soltura…
Despacito habían rozado sus manos
y palabras, y entre tejer y tejer, entrenzaron sus corazones y suspiros. Enlazados
sus destinos, vajaron por algunas ciudades del país para vender sus pulseras. “Era
muy bella”,… y se le veía tan lleno de luz al decirlo, azulándose,
azulinizándose en la memoria. Viajaron hacia el sur, más al sur; por las
rutas del Perú entretejieron sus caminos, azulizándose en hebras de amor, por
el norte de Chile hasta la Argentina. “Y todo el tiempo que estuvimos juntos, le
juro por lo más santo, nunca volví a probar esa droga, no la necesitaba”, me dijo.
Y tan en azul perfecto le escuchaba, que le creí.
Llegaron a Mendoza, tras varios
meses. Caminaron juntos con sus mochilas desde la estación hasta la cerca
blanca que él había visto solo en sueños, que se abrió y les dejó pasar por un
corredor con el jardincito a ambos lados, hasta llegar a la puerta de madera
color cenizo, que también se abrió. Al cruzar el umbral, ella suspiró, volteó y
de la manera más descarnada le dijo: “Gracias, hasta aquí llegas tú. Vete…”.
En silencio total, como un cáliz
socrático, apuró su segundo vaso. “Quiero verla de nuevo, ¿sabe? -alcanzó a
decir-. A pesar de todo, soy un hombre bueno… La pienso todo el tiempo. Y estoy
seguro que, con ella, no volveré a probar esa porquería. Le juro…”, hablaba
mientras se escarchaban su voz, sus gestos, su luz. Hacía frío, mucho frío
lleno de desgarros. Se levantó humedecida la mirada, pidió disculpas y se fue. A
la semana siguiente, ocurrió lo del robo y atropello.
III.
Días atrás, me preguntaron para
qué sirve el amor. Al calor de unas cervezas en otro antro rockero, a media
luz, espero que Jorge haya ido hacia el sur, mucho más al sur de Cuenca. Que en
las rutas, en soledad esperanzada, haya entretejido nuevamente el camino y
respirado hondamente al llegar a la estación infausta de hace años; que haya
encontrado la cerca blanca de sus pesadillas; que haya mirado aquella puerta de
cenizo color y golpeado con el corazón pendiendo de un hilo para que,
finalmente, ésta se haya abierto y, desde adentro, una voz azul repleta de
nostalgia le reclamase por demorar en llegar y le dé la bienvenida y le haya
dejado pasar…
Para que, ahora sí, pueda destejer
con su ayuda la cadena que le ata al mayor de sus infiernos.
Marcelo Medrano Hurtado
(02-11-2014)
Me gustó mucho. texto inteligente, sensible, lleno de emociones y muy bien escrito. Gracias por este momento de lectura.
ResponderEliminarSublime!!!
ResponderEliminarEstimado Marcelo gracias por compartirme este texto que tiene mucho de esa ciudad a la que le escondemos la cara. Un abrazo. Sandra Martínez
ResponderEliminarMe robaste unas lágrimas, muy hermoso :)
ResponderEliminarSensillo y profundo cuento urbano, rescatado de la escencia de la fina malta, aterrizado con tu pluma estimado amigo, con esa finura de oficio de conjugar palabras
ResponderEliminarTodos buscamos esa Leticia que nos dé sentido a la vida. Muy bonita la historia amigo
ResponderEliminar